En el mes de marzo nos fuimos a casa para pasar supuestamente 15 días de nuestra vida en confinamiento. Pero tras esos 15, le siguieron otros 15 y luego 10 más. Sin trabajo, sin escuela y con incertidumbre. Ya no se volvió al cole, ni tampoco al trabajo. Y así han pasado 6 meses de nuestras vidas.
Lidiar con las obligaciones escolares no fue fácil. Nos hizo pasar momentos críticos. Pero cuando llegaron las vacaciones todo cambió. Y, desde entonces, han sido casi 3 meses de disfrute.
De playa, de bicicleta, de celebraciones, de explorar, de atardeceres, de raíces, de abuelos, de campo, de moras, de mariposas, de estrellas, de juegos, de lectura, de dormir, de avionetas y submarinos, de películas, de conexiones… en definitiva, de vida.
Al principio pensé que sería una locura, que no podría sobrellevarlo. 24 horas con los niños. Sin nada concreto que hacer. Libres para decidir. Pero no fue así. Porque todos hemos crecido personalmente, porque hemos afianzado rutinas, porque colaboramos, porque no hay prisas. O eso parecía.
Pero llegó la vuelta al cole. La ansiedad, lo desconocido, la incertidumbre, las distancias, las nuevas normas, los madrugones, las carreras, la separación.
Y con ella se suceden, día a día, las protestas, la rebelión, la rabia, los celos, la añoranza, el enfado.
Emociones no autogestionadas, descontroladas, que hacen saltar las chispas. Y yo, en el punto de mira de todo este torrente emocional. Empatizo, comprendo, acompaño, soy consciente.
Y soy humana. Por eso, a ratos lo llevo bien y otros no tanto. A momentos mantengo la calma, otros, me salta el automático.
Quedan semanas, incluso meses, duros, en los que lidiar con mil emociones. Las mías y las suyas.
Que adaptarnos a esta nueva normalidad, a esta nueva escuela, con normas desgraciadamente más deshumanizadas. En este nuevo mundo.
Otro aprendizaje más de la vida. ¡Y lo que nos queda por seguir aprendiendo!
Resiliencia.
Vanessa Ojeda