En la semana 39 de un embarazo normal y tras haber notado varias contracciones de Braxton Hicks, un sábado empecé a sentir contracciones indoloras. El domingo seguí con contracciones pero ya dolorosas y un poco más frecuentes. El lunes por la mañana tenía cita en el hospital. Las contracciones se habían parado y cuando me pusieron las correas para comprobar el estado del bebé, no detectaron nada. Eso sí, el bebé se quedaba dormido por lo que me hicieron tomar un chute de azúcar, aunque el cambio no fue significativo. Le pregunté a la ginecóloga y me dijo que si no me había puesto de parto, volviera la semana siguiente y ya veríamos.
Iba con la idea de tal vez quedarme en el hospital. Pero no fue así. Volví a casa y esa tarde las contracciones empezaron a ser dolorosas y frecuentes. Comencé a controlar los intervalos, pero no bajaban de una frecuencia de 6-7 minutos. Esa noche, como las dos anteriores, al acostarme, las contracciones se pararon. Pero a las 6 de la mañana me desperté de nuevo con contracciones. Fui a hacer ejercicios con la pelota. Controlaba las contracciones que ya eran regulares y frecuentes. Se levantó Jordi y fuimos a desayunar. No tenía apetito, apenas me entraba nada. Un vaso de leche y media tostada fue todo lo que comí.
Eran las 07:30 y mi marido tenía que irse a trabajar. O se iba y me quedaba sola, teniendo que esperar a que volviese si me ponía de parto o nos íbamos ya al hospital. Decidí que nos íbamos. Me di una ducha, cogimos todo y nos fuimos.
En el coche las contracciones ya eran cada 4 minutos. Llegamos al hospital sobre las 08:00h. A las 12:04h. nació Abraham.
Al llegar al hospital me hicieron un tacto. Había dilatado entre 3 y 4 cm. Así que nos quedábamos. Menos mal, pensé. Me hicieron pasar a paritorio sola, cambiarme, y leer y firmar toda la documentación.
Al cabo de una hora y pico ya estaba de 6-7 cm de dilatación. Me dijeron que si quería la epidural era: ahora o nunca. Yo estaba llevando bien las molestias de las contracciones pero tenía miedo de no poder aguantar el dolor hasta el final y después no poder ponérmela. La pedí. La espera se me hizo muy larga. Al llegar la anestesista comentó que parecía por mi complexión que sería fácil ponérmela, pero no fue así. Me dijo que no me moviese en absoluto y que notaría cosquilleo en la pierna. Entonces mi pierna se movió de forma involuntaria. No puede controlarlo, fue un acto reflejo. Nadie me sujetaba ni me ayudaron a permanecer quieta.
Durante lo que consideré serían 5 o 10 minutos noté un alivio durante las contracciones, después empecé a notarlo todo: desde la temperatura del agua de burow, el dolor de las contracciones, cómo las matronas me estiraban toda la musculatura para intentar que saliera la cabeza de Abraham, la episiotomía, hasta cómo pasaba la aguja y el hilo de los puntos que me dieron.
Anteriormente me rompieron la bolsa de las aguas y el líquido estaba teñido, así que me dijeron que tendría que darme prisa en tener al bebé o podría haber sufrimiento fetal (de ahí que el niño se durmiese cuando me ponían las correas).
Me preguntaban si tenía ganas de empujar, pero yo no tenía ganas de nada.
Empecé a empujar pero no me iba muy bien. No dominaba la técnica, empujaba con la barriga. Y las matronas me decían que en el siguiente pujo debía salir el niño. Creo que no había más partos y empezó a entrar un montón de gente en el paritorio. Es un hospital universitario: matronas, pediatras, hasta el ginecólogo y evidentemente todos los médicos en prácticas. Y todos mirando cómo empujaba. Finalmente salió la cabeza de Abraham, luego el cuerpo y por último la placenta. Me lo pusieron rápidamente encima pero como tenían que aspirarle todas las vías no me atreví ni a tocarlo. Abraham nació y no respiraba. Hasta que no le aspiraron las secreciones no empezó a llorar. No fui consciente de la importancia de ese momento hasta mucho tiempo después. Cuando por fin lloró, mi marido me miró como diciendo “ya está”.
Pesó 3,500 kg y midió 52 cm. Nada mal para ser hijo de una mamá delgadita!
Seguían cosiéndome y yo no aguantaba más la postura. Sólo deseaba que todo acabase ya, bajar las piernas de las perneras, descansar y compartir ese momento con mi marido y mi hijo.
Cuando finalmente se fueron todos, rompí a llorar. Estaba agotada. Necesitaba desahogarme. El recuerdo más intenso que tengo es la felicidad reflejada en la cara de mi marido con su hijo en brazos.
Cuando me recuperé un poco llamé a la comadrona para intentar iniciar la lactancia. Algo que parecía fácil, no? Acercar al bebé al pecho y que se enganchase,… Pues no, de fácil nada.
El parto de Ernest fue completamente distinto. Durante todo el embarazo tuve muchas dudas acerca de si pedir o no la epidural durante el parto. En cambio, no dudé en hacerme un tratamiento pre-parto en el suelo pélvico ni tampoco en acudir a una clase particular con la fisio para afrontar el parto, especialmente el expulsivo, de la mejor manera posible.
Un domingo, de la semana 39 también, quedamos con unos amigos y nuestros hijos para ir al parque. Caminamos media hora para ir y otra media para volver. Después de comer, mientras Abraham dormía la siesta y nosotros descansábamos en el sofá, noté una contracción. “Uy”, le dije a mi marido. Al poco rato, otra. Entonces me puse en marcha. Empecé a preparar ropa para Abraham, últimas cosas para el hospital, me di una ducha, me lavé el pelo,… Todo acompañado de una risa nerviosa. “Creo que nos vamos a ir al hospital” le decía a mi marido. Yo me reía, pero él no precisamente.
Al final llamé a mi madre y le dije que viniese a recoger a Abraham. Puse en su bolsa un par de cuentos que siempre mirábamos sobre la llegada de un hermanito y le dije que íbamos al hospital porque a lo mejor nacería Ernest. Le di un beso y un abrazo sabiendo que si nacía Ernest ya no podría volver a dedicarme exclusivamente a él. Ya no íbamos a ser él y yo. Fue un momento de duelo para mí. Además me iba a separar de él más de una noche, cosa que nunca antes había hecho. Durante mi embarazo se había quedado a dormir en casa de mi madre unas cuantas veces, para ir practicando.
Durante la espera en el hospital miraba fotos y vídeos suyos en el móvil. Le echaba mucho de menos.
Así que sobre las 19 horas nos fuimos al hospital. Yo no había controlado con el reloj las contracciones ni el tiempo que transcurría entre una y otra. Como era el segundo hijo, pensé que iría todo más rápido, era domingo y resultaba más fácil dejar a Abraham con mi madre y, mi marido, que no trabajaba, podía acompañarme sin problema. Si hubiera esperado al lunes todo se habría complicado.
Llegamos al hospital y ya era de noche, acababan de cambiar la hora la noche anterior. Me hicieron un tacto y sólo estaba dilatada de 1 centímetro. ¡Qué desilusión! Me pusieron las correas y me dijeron que estaba de parto pero que era pronto. Podía irme a casa y volver cuando se intensificaran las contracciones o quedarme ingresada. No tenía ganas de irme, quería que todo fuese rápido. Ya estaba allí, no quería tener que volver de madrugada. Al final les dije que si tenían una pelota para trabajar que me quedaba. Me dijeron que sí.
Bajamos a la cafetería a cenar, yo tenía hambre y no sabía cómo se desarrollaría todo. Y luego nos dieron habitación. No llevábamos ni un libro ni una revista. No pensábamos que tendríamos que esperar. Fue una de las noches más largas de mi vida. Ojalá hubiera vuelto a casa.
Cuando me acostaba a descansar, las contracciones cesaban. Me levantaba, hacía ejercicio con la pelota, me cansaba y volvía a la cama.
Eran las 00:30h cuando me acosté para intentar dormir, viendo que las contracciones se paraban. Sobre la una y algo llegaba una pareja a la habitación, venían de paritorio, con su bebé. Fue una noche movidita. No pudimos pegar ojo. Sobre las cinco y pico me levanté para pasear a ver si se activaban de nuevo las contracciones y así fue. Me pasé la mañana paseando por los pasillos del hospital. Las contracciones se intensificaban y eran dolorosas. Sobre las 10:30 me hicieron un tacto y ya estaba dilatada de 3 centímetros, así que debía continuar ingresada. Mi marido y yo seguimos deambulando por el hospital y las contracciones eran cada vez más dolorosas. Me ponían las correas de vez en cuando y al estar tumbada, se paraban las contracciones. Por ello no me enviaban a paritorio. Hacia las 14:00, después de haber comido, el dolor se hizo insoportable, me tumbaba y ya no se paraban las contracciones, así que llamé a la comadrona que me había ofrecido un calmante que yo, envalentonada, había rechazado con tal de no parar el parto. Me volvió a hacer un tacto; estaba de 6 centímetros. Le dije que el dolor ya era fuerte y que no se detenían las contracciones al descansar. Decidió, por fin, enviarme a paritorio. A partir de entonces perdía la noción del tiempo. No entiendo por qué en los paritorios no vemos los relojes.
Al llegar, hablaron conmigo sobre el plan de parto y tuvieron muy en cuenta todo lo que en él expresaba. Me habían recomendado hacer un plan de parto, cosa que no hice con mi primer hijo. Me lo descargué a través de la web del Ministerio de Sanidad (aquí). También me recordaron que si quería la epidural debían avisar ya a la anestesista. El dolor era tan fuerte que dije que sí. Era tan fuerte que apenas podía hablar. Afortunadamente ya lo he olvidado, pero recuerdo que nunca antes había sentido nada igual. Deseaba gritar y llorar. Pero casi no podía articular palabra.
Vino la anestesista, me puso la epidural, pero aunque me adormeció, no me alivió el dolor de las contracciones en absoluto. Su cara de asombro lo decía todo. No funcionaba. Me puso una segunda epidural. El resultado idéntico. Cuerpo dormido, dolor intacto. Llamaron a la jefa de anestesistas y decidieron ponerme bolos hasta que remitiese el dolor. Al fin pude notar alivio. Ya estaba lista para el expulsivo. Esta vez fueron unos cuantos empujones. La clase particular de Sandra, la fisio, surtía efecto. Me coloqué mejor, posturalmente hablando, respiré mejor y empujé mucho mejor. Estaba tan encorvada que vi perfectamente asomar la cabeza de Ernest. En ese momento todas las emociones brotaron y empecé a llorar. Mi marido se unió a mí y lloramos de felicidad. Es el recuerdo más intenso que guardo del nacimiento de Ernest. Nos liberamos. Después salió el resto del cuerpo y más tarde la placenta. Para evitar un desgarro, hicieron una pequeña episiotomía y trataron de sacar al bebé procurando no dañarme. Obviamente mis secuelas fueron mínimas comparadas con el parto anterior.
Ernest nació llorando, lo que quería decir que respiraba… aunque también podía deberse a que probablemente le rompieron la clavícula al estirar de él para sacarlo.
Me lo pusieron encima, lo envolvieron en una mantita y aunque deseábamos cortar el cordón, finalmente lo hicieron las matronas porque donamos la sangre del cordón.
Pesó 3,100 kg y midió 49 cm.
Enseguida lo coloqué piel con piel sobre mi pecho y empezó a buscar. Al cabo de pocos minutos y con un empujoncito ya se enganchaba al pecho.