Tras haber tomado la decisión más difícil de nuestras vidas y haber elegido arriesgar, dejarlo todo en manos del azar, pronto nos pusimos a calcular ciclos menstruales, días fértiles, programación de encuentros amorosos… Suena frío, pero ya no quería esperar más. Llevábamos años esperando y ahora ya no íbamos a detener el proceso.
Era octubre de 2011. Un día, que más tarde descubrí resultó ser día fértil, tuvimos un encuentro amoroso pero no ocurrió nada. Al mes siguiente los días fértiles coincidieron con noches de cenas de empresa y amigos que no nos permitieron llevar a cabo nuestro ansiado plan. Pero una mañana después, algo más descansados, nos animamos.
A los quince días no me venía la regla. Lo comenté con unas amigas y me dijeron “hazte la prueba”. Tuve unas manchitas de sangre pero no había hemorragia. Estuve varios días sin decirle nada a Jordi. Un martes por la tarde no podía aguantar más y se lo conté. Enseguida me dijo que hiciésemos la prueba pero, aunque yo no quería hacerme ilusiones, no podía quitármelo de la cabeza. Compramos la prueba de embarazo aunque decidí esperar un par de días más. El viernes entraba a trabajar más tarde, así que quise hacerlo ese día. Podría tener tiempo para digerir el resultado. Nos levantamos, preparé el test, hice pipí y a esperar… Mientras me lavaba la cara, Jordi no pudo esperar y miraba constantemente el test. Salieron dos líneas rosas: estaba embarazada. Era 16 de diciembre. Mi primera reacción: llorar desconsolada. Era feliz y estaba asustada. Todo a la vez.
Una semana más tarde empecé a tener pérdidas de sangre. Poca cosa pero me asusté. Era Nochebuena y no quería dar la noticia aun. Dos días más tarde íbamos a urgencias. Estaba de 6 semanas. Después de mirarme, nos hicieron una eco y vi el pequeño corazón de Abraham latiendo. Ya no iba a poder dejar de amarlo nunca más. Acto seguido intentaron parar la pequeña pérdida con hilo de plata pero no pudieron. Al día siguiente tenía hemorragia. Fui a una clínica privada porque tenía seguro médico y, después de otra eco, me dijeron que todo estaba bien pero me querían dejar ingresada. Me negué y firmé el alta voluntaria. Cuando salí llamé a Jordi y se lo conté todo.
Al día siguiente, de nuevo al hospital. Esta vez dejaron pasar a Jordi y entonces los dos vimos a garbancito (así lo habíamos bautizado hasta saber si era niño o niña). Todo estaba bien todavía. Salimos de allí, nos miramos y rompimos a llorar. Otro recuerdo que no creo que olvide nunca.
A las 10 semanas decidimos hacernos un test a través de una muestra de sangre para conocer el sexo del bebé. A las 12 semanas, justo el mismo día que me iban a hacer la ecografía de la semana 12, nos dieron el resultado: un niño…
Lloré y lloré. Pura impotencia. Eso fue todo. Para entonces ya lo sabían mi madre y mi compañera de trabajo. En el hospital, la eco de las 12 semanas se veía muy bien. La Dra. fue muy agradable. Dijo que parecía verse ya el sexo. Y nos preguntó si lo queríamos saber. Le conté que lo acabábamos de conocer. Ella me dijo, sin saber nuestro resultado, que tendía a niño. Le conté toda mi historia y fue ella quien solicitó control de embarazo cada 4 semanas.
Yo seguía con la esperanza de que todos se hubieran equivocado, pero en la eco de la semana 16 nos lo volvieron a decir y en la 20, por supuesto también. Tardé un tiempo en asimilarlo. Pero nuestra decisión era firme: fuese lo que fuese, seguiríamos adelante. Una vez me hice a la idea, empecé a disfrutar del embarazo y a olvidarme de todo.
Tuve un embarazo maravilloso. Ni una náusea, ni nada. Un solo día vomité porque creo que no me sentó bien el desayuno. Un par de días ciática, medicada por el tiroides y se me hincharon mucho los pies en verano, en la recta final del embarazo. Eso fue todo. Ojalá todo el mundo tuviese un embarazo así. Fue maravilloso.
A las 17 semanas empecé a notar los movimientos del bebé, que luego se convirtieron en patadas, empujones, hipo, contracciones,…
En todas las ecografías todo era normal. Eran en 4D la mayoría de veces y teníamos ocasión de ver su cuerpo. Pero no se dejó retratar prácticamente ni una vez. Estaba colocado en la parte derecha de mi abdomen y desde pasada la semana veinte en posición de salida.
Al ser tan delgada notaba muy bien las partes del bebé. Llegué a notar su columna vertebral. Era una sensación extraña, daba escalofríos.
Ya pasaba de la semana 20 y aún no habíamos elegido el nombre del bebé. Atrás quedaba la lista de nombres de niña, con Emma a la cabeza. Tocaba empezar de cero. Le propuse a Jordi que cada uno hiciéramos nuestra propia lista y después comparásemos. Sólo quedaron dos nombres: Adán y Abraham. Y un día decidimos preguntarle al bebé cómo quería llamarse. Le dijimos: ¿Adán? Y no pasó nada. Le dijimos ¿Abraham? Y dio una patadita. Ya había decidido. Aún así lo echamos a suertes y volvió a salir Abraham. Ese pues sería el nombre del bebé.
No había sido fácil. Yo había impuesto una serie de normas: no podía ser de la familia, no podía ser un nombre común, no debía sonar muy diferente en mallorquín y castellano. Tenía que ser diferente, que no desentonase con los apellidos y con carácter, por si el día de mañana se convertía en alguien importante!
El embarazo transcurrió con normalidad. A pesar de ser verano, tener los pies hinchados y no tener aire acondicionado en la oficina, acudí a trabajar hasta 10 días antes de dar a luz. Después trabajé desde casa. Y el día 21 de agosto ya no me senté frente al ordenador de mi casa para trabajar en remoto, me fui al hospital. Y, como llevaba varios días con contracciones, todo fue relativamente rápido. Ingresaba en el hospital a las 08:00 a.m. y a las 12:04 a.m. nacía Abraham.
El embarazo de Ernest fue algo distinto. Tras haber esperado tantos años para tener a nuestro primer hijo, tenía claro que no iba a esperar mucho para tener el segundo. Tenía 32 años cuando tuve a Abraham y no quería superar los 35 con el siguiente. Bajo ningún concepto quería sumar riesgos a los que ya teníamos, genéticamente hablando, no deseaba añadir la probabilidad del Síndrome de Down a la ecuación y no quería pasar por una amniocentesis.
Lo pasamos tan mal con Abraham: cólicos, trastornos de sueño, dificultades en el inicio de la lactancia, escoleta, resfriados, gastroenteritis, malas noches,… Estábamos agotados, pero ya estábamos metidos en el lío. Así se lo propuse a mi marido cuando Abraham cumplió un año y tras haberme recuperado del suelo pélvico. Me dijo que sí y otra vez puse en marcha los engranajes para ir a por la niña, por supuesto. Calendario de la fertilidad, aparato para detectar días fértiles, tiras de fertilidad que ni tan solo llegué a usar, dietas, matemáticas, cábalas y cálculos. Y ningún método anticonceptivo.
Así estaban las cosas cuando llegó San Valentín. Hicimos nuestra celebración íntima (en teoría no era día fértil). De hecho aún no nos habíamos puesto a intentarlo en serio, queríamos esperar un poco más; pero a los 7 días empezaron las manchitas de sangre que no eran de mesntruación y ya empecé a sospechar. No le dije nada a Jordi ni me quería hacer la prueba para no hacerme ilusiones, pero la regla no me venía. Prefería esperar a la cita con la ginecóloga, que coincidía un par de semanas después. Dos días antes estaba de los nervios. No podía aguantar más la incertidumbre…pero al final tuve fuerza de voluntad y esperé. El día 14 de marzo fui a la consulta. Me preguntó la Dra. si ya habíamos empezado a buscar el embarazo y le dije que no pero que podía estar embarazada (incluso esa mañana estuve a punto de vomitar). Me hizo una eco y me dijo que efectivamente había un embarazo de unas 6 semanas. Se me saltaron las lágrimas y Jordi no estaba allí…
Al salir le envié un mensaje y nos vimos en un punto intermedio entre su trabajo y el mío. Empecé a sacar las ecos y el informe y entonces me dijo con cara de preocupación ¿te han encontrado algo? Y yo le contesté: sí, otro garbancito. Se alegró mucho, me abrazó y lloré.
El embarazo se había producido antes de poner en marcha la planificación. Ya había sucedido y no había marcha atrás. Empecé con los controles médicos. Y un día de Pascua, que íbamos a ir a casa de mi madre y que mi padre había venido a ver a Abraham, mientras Jordi y José jugaban a tenis, estaba yo cocinando cuando sentí un fuerte dolor. Sentí ganas de ir al baño. Tuve diarrea y sangraba. Salí del baño toda descompuesta.
Llamé a Jordi llorando y no tuve más remedio que decirle a mi padre, que estaba en casa, que estaba embarazada. Corre que te corre al hospital, asustada, temiéndome lo peor y, tras revisarme y hacerme una eco, todo estaba bien. Ya había oído el latido del corazón del bebé en la visita a la ginecóloga y ahora lo escuchaba de nuevo. Y estaba bien. Me había ido de casa segura de que sería un aborto, incluso con ropa por si me quedaba ingresada y ahí estaba garbancito, tan tranquilo. Fue un gran susto. Aunque vida normal fue lo único que me recomendaron. Luego también tuve que contárselo a mi madre. Ahí se acabó el secreto. Estaba de 10-11 semanas.
A la semana siguiente tocaba eco 12. Dejé las clases de hipopresiva, empecé a hacer dieta de embarazada y procuraría descansar. Ja, imposible, con un niño pequeño que en aquel entonces tenía poco más de 18 meses.
Empecé a tener dolores de cabeza muy intensos. Que parecían ceder sólo cuando tomaba un suplemento de calcio. Estaba más cansada, dormía peor. Pero fue un buen embarazo también. El verano fue largo y el calor un tanto insoportable, especialmente en el trabajo, donde no había aire acondicionado. Controlé mejor los pies, esta vez casi no se me hincharon, porque los tenía siempre en alto.
De este embarazo guardo menos recuerdos. No recuerdo exactamente cuándo empecé a notar las pataditas del bebé…creo que sobre la semana 19 o 20. Estaba convencida de que sería una niña. Casi no me preocupaba la carga genética. Abraham era normal, pues este también, ¿no?
Aun así pedí control prenatal y así me lo hicieron en Son Espases. A la eco 16 no pudo venir Jordi y yo no quise que nadie me acompañase, sospechaba que me dirían algo del sexo. Efectivamente así fue. “Parece un niño” me dijo la doctora. Y todo mi mundo se vino abajo. No podía ser, qué clase de castigo era ese. Yo no me lo merecía. Salí de la consulta y me senté a llorar hasta que fui capaz de llamar a Jordi y contárselo.
Esta vez el duelo duró poco tiempo. Asumí que la vida me había deparado esto y tenía que aceptarlo. Algo aprendería de la experiencia. Solo deseaba que fuese un niño sano.
Pronto empezamos a hablar de su futuro nombre. Ya podíamos tirar a la basura nuestra maravillosa lista de nombres de niña. A empezar de cero otra vez. Fue aún más difícil que la primera vez. No teníamos ninguno en la recámara. Pusimos en marcha un brainstorming y empezamos a decir nombres al azar: raros, antiguos, malsonantes, catalanes, ingleses, bíblicos, medievales,…al menos nos reíamos. Un día solté “Y Ernest, ¿te gusta?”. “Bueno, no está mal” me contestó. Ahí quedó la cosa. Después de comparar listas y hablar varias veces del tema, nos resignamos. Nos plantamos, había que decidir ya el nombre. Era la única coincidencia de la lista. Así que Ernest fue el elegido.
El resto del embarazo siguió bien. Agotada, eso sí, por no poder descansar cuando quisiese. Con mucho calor y con muchas tareas por hacer.
Durante las vacaciones tenía prevista una eco y llevamos a Abraham. Le explicamos cómo era todo y que vería al bebé en la pantalla. Se portó muy bien y estuvo muy interesado. Intentábamos explicarle muchas cosas sobre el embarazo y la inminente llegada del hermanito. Trabajamos mucho con cuentos y muñecos.
Estuve trabajando hasta la semana 38. Me dieron la baja y usé la última semana para ir a un par de clases de preparación al parto, organización de ropa, armarios, cuna, maxi, cuco,… además de una gastroenteritis y un resfriado.
El domingo 26 de octubre quedamos con unos amigos en un parque. Fuimos caminando, ida y vuelta. Estaba agotada. Después de comer, me senté en el sofá y entonces empezaron las contracciones. A correr: preparar la maleta para Abraham, últimas cosas para el hospital, ducha, depilación y hacia el hospital. No eran totalmente regulares ni muy seguidas (tampoco lo controlé mucho con tanto ajetreo) pero como era el segundo…
Cuando llegué estaba dilatada de 1 cm. ¡Qué decepción! Podía volver a casa y todo, si quería. Pero decidí que no. Ernest tardó 23 horas en nacer. Así que todo fue muy lento, mucho más de lo esperado.