Sólo fue un segundo. Esta afirmación nos persigue desde que somos padres. Hay tantos momentos en los que nos encontramos solos intentando hacer algo y, por un instante, perdemos de vista a nuestros hijos, durante un segundo, solo uno, y es suficiente para poner en peligro su vida.
A pesar de ser muy cauta con este tema, por supuesto a mí también me ha pasado. En dos ocasiones ha sido directamente responsabilidad mía. Y ambas me han pasado con mi hijo mayor.
La primera ocurrió cuando él tenía 18 meses. Estábamos en el rellano de la escalera, saliendo de casa y yo me giré a cerrar la puerta con llave. Él tenía un juguete en la mano y se acercó a la escalera a lanzarlo hacia abajo, pero la fuerza del impulso venció su peso y cayó escaleras abajo. Tanto el golpe como mi grito fueron tales que alarmaron a los vecinos, que pronto salieron a ver qué había ocurrido. Y quiso la suerte que durante la caída se le colocase la capucha del abrigo y cayese rodando como una croqueta. Así que afortunadamente no le pasó nada. Lloró y lloró mucho, del susto supongo, y yo también.
La siguiente ocasión fue prácticamente igual. Abraham ya tenía 27 o 28 meses. Y bajábamos al parking por la escalera (no hay ascensor). Iba conmigo. Le solté la mano un momento para cerrar la puerta tras de mí porque la otra mano la llevaba ocupada (y claro, no se me ocurrió soltar la bolsa en vez de al niño) y, no sé cómo, se cayó hacia delante, doblando el cuello. Recordar la imagen me horroriza. Pero de nuevo tuvimos la suerte de que no le pasara nada. Se quedó en un susto y muchas lágrimas.
Seguro que podréis imaginar cómo me sentí. La culpa que me invadió. Porque cuando uno es autoexigente no hay margen para el error. Incluso he insistido mucho con este tema a los demás, que no se confíen, que no les pierdan de vista. Y resulta que a mí también me ha pasado. Aunque al resto de personas (familiares) también les ha ocurrido: chichones, heridas en los labios, pillarse los dedos con las puertas, atragantamientos,… Incluso en una ocasión Abraham se perdió. Si lo recordáis, os lo conté en “Te perdimos”.
Con esto no pretendo justificar que no pasa nada. Al contrario, agradecer que a nuestros hijos no les ha pasado nada sin saber explicar por qué motivo. Solo reflexionar y seguir insistiendo en no dejar de tomar las medidas de seguridad. En la calle, en el coche, en casa, en casa de la familia, en el parque, en la piscina, en el mar,…
Hace tan sólo unas semanas mi hijo mayor nos adelantó corriendo para entrar al colegio y cuando nosotros llegamos no lo veíamos. Sabía que estaba dentro y que no había peligro pero no lo encontraba. Finalmente me vio él a mí y me llamó. Pero durante unos segundos me angustié porque tampoco estaba con las otras mamás y niños con los que íbamos. Y todo porque mi hijo pequeño camina más lento y no pudimos seguirle el ritmo.
Así que quiero cerrar diciendo que no bajemos la guardia porque un segundo puede cambiar nuestras vidas.
Vanessa Ojeda