Ese instinto que nos llama a ser madres no nos avisa de todas las consecuencias que conlleva. Somos felices porque estamos embarazadas y todas nuestras preocupaciones se centran a corto plazo: si tendremos un buen embarazo, qué necesitaremos para la llegada del bebé, si todo saldrá bien, cómo será el parto, cómo nos organizaremos cuando volvamos al trabajo, elegir si los dejamos a cargo de alguien o en una escoleta y encontrar una que se adapte a nuestras preferencias, etcétera. Y poco a poco los niños van creciendo y las dificultades del principio van mutando y problemas como la lactancia, el posparto, las malas noches, se van diluyendo, dando paso a interacciones con el bebé en las que empezamos a intervenir poniendo límites, reforzando conductas, dando órdenes, etcétera y ahí empieza una tarea que durará tantos años que no somos conscientes de la labor que nos llevará; se trata de educar. Qué difícil es educar. Qué trabajo tan duro. Tan lleno de decisiones, de dudas, de negociaciones.
Todo empieza en la pareja. Decidimos aumentar la familia, pero cada uno tenemos unos principios, una manera de pensar, una forma de hacer las cosas y eso es lo que queremos transmitir a nuestros hijos. Además ambos traemos un bagaje, unas vivencias, unos recuerdos o traumas de la infancia. Y eso supone muchas veces diferencias en cómo cada uno queremos abordar la educación de nuestros hijos.
Aunque intentemos llegar a un acuerdo sobre cómo deseamos afrontar las situaciones, en numerosas ocasiones surgen nuestros caracteres o preceptos y no podemos evitar imprimir nuestra huella. De ahí surgen innumerables diferencias, riñas y desavenencias. Y a menudo intentamos domesticarnos el uno al otro, aunque no siempre con éxito.
En nuestra familia mi marido es algo menos paciente y más autoritario, de pocas explicaciones pero que reacciona cuando la situación se pone tensa tomando el mando y reconduciendo la situación. Yo, en cambio, soy la de infinita paciencia, negociadora, de dar mil explicaciones pero que cuando se enfada pasa de la paciencia a los gritos en pocos segundos. Así que no siempre conseguimos ponernos de acuerdo en cómo educar a los niños. Eso sí, es fundamental, nos basamos en unos mismos valores y trabajamos intensamente para mejorar.
Además de toda esta base, nos queda la difícil y eterna tarea de tomar decisiones tales como castigar o no, ser autoritario o permisivo, ser protector o no, elegir los valores que fomentar, si hacer prevalecer las emociones, si dejar o no que lloren, con qué juguetes pueden jugar, si podrán mirar la tele o la tablet, cómo les enseñaremos a enfrentarse a las nuevas situaciones, a los miedos, a los cambios, a los problemas y conflictos, etcétera.
En definitiva, a diario debemos tomar montones de decisiones que sientan las bases sobre las que educamos a nuestros hijos y tomarlas es uno de los trabajos más duros como padres pues condicionarán en gran medida cómo serán nuestros hijos.
Hace poco, en una reunión de padres, un papá (de profesión educador social) habló de coherencia, claridad y firmeza. Considero que estas tres palabras resumen tres de los grandes pilares de la educación.
Ser coherentes yendo todos en la misma dirección, aplicando los mismos criterios, reaccionando siempre de la misma manera, transmitiendo siempre las mismas normas, empleando siempre los mismos límites.
Ser claros transmitiendo los mensajes a nuestros hijos, utilizando un lenguaje simple y fácil de entender para los niños, usando palabras sencillas y frases cortas.
Ser firmes manteniendo nuestros criterios, aplicándolos siempre de la misma manera, ante las mismas situaciones y actuando siempre de la misma forma, dando las mismas razones y las mismas respuestas.
Pero ser coherentes, claros y firmes no siempre es tan fácil. Somos humanos y nuestra paciencia a veces es finita. No cada día estamos del mismo humor ni nuestro vaso está siempre igual de lleno. Por eso en esos días que flaqueamos, nos enfadamos, estamos agotados, gritamos, perdemos la paciencia y cruzamos nuestros propios límites es necesario parar, tomar aire y reflexionar. No lo hemos afrontado como queríamos, hemos llegado más lejos de lo esperado o hemos perdido el control de la situación… Acerquémonos a nuestros hijos, agachémonos para estar a su altura, abracémoslos y pidámosles perdón. Sí, decirles que nos hemos equivocado y pedirles perdón. ¿Acaso no es eso lo que esperamos de nuestros hijos si hacen algo que no está bien?
Vanessa Ojeda