Me llamo Vanessa Ojeda y soy mamá de 2 niños, Abraham, nacido en 2012 y Ernest, nacido en 2014. Vivo con ellos una de las etapas más maravillosa a la vez que difícil de mi vida. Y, obviamente, las aventuras no se han acabado.
Siempre había querido escribir sobre las vivencias que iba compartiendo con ellos, algo parecido a un diario, pero nunca tenía tiempo. Finalmente me he decidido a compartir mi experiencia con el mundo. No se trata de estadísticas ni de instrucciones ni de recomendaciones o consejos. Es simplemente mi experiencia narrada desde la emoción y de una forma subjetiva.
Tal vez otras mamás y papás puedan extraer ideas que les puedan ayudar en el día a día o simplemente sentirse identificados y/o reconfortados sabiendo que otras personas han vivido situaciones similares.
Ser madre me ha cambiado completamente. Me siento repleta de amor incondicional.
Dedico a mis hijos atención plena, estoy presente, disponible y conectada. Vivo para ellos. Para amarlos, cuidarlos y verlos crecer.
No concibo la maternidad de otra manera.
Por eso desde hace años me estoy formando en temas de maternidad y crianza respetuosa. Soy Experta en Maternidad Consciente y Crianza Respetuosa, formación que he realizado con Mónica Serrano. Soy Educadora para familias certificada en disciplina positiva, formación realizada con Marisa Moya. Me he formado con ABAM y Alba Padró en temas de lactancia materna y además soy voluntaria del grupo de apoyo a la lactancia Espai Lactancia. Sigo en formación continua, pero lo que más me ha aportado es el máster eminentemente práctico en maternidad que me han regalado mis hijos desde hace muchos años.
Las historias de príncipes surgieron cuando mi marido y yo éramos novios. Él se convirtió en el Príncep del meu coret.
¿Quién es Abraham?
Abraham es mi primer hijo. Un niño que jamás imaginé tener entre mis brazos. El petit Príncep
Al principio fue una decepción saber que esperábamos un niño, teniendo en cuenta que supuestamente sólo íbamos a tener niñas. Lógicamente ahora no lo cambiaría. Si ese ha sido nuestro destino, será porque alguna enseñanza debemos extraer de esta experiencia.
Procedo de una familia en la que tres tíos maternos estaban afectados de discapacidad psíquica. Mi madre y su hermana no están afectadas pero podrían ser portadoras del gen afectado.
Con estos antecedentes, hace casi 20 años, mi madre se dirigió al Departamento de Genética del hospital para que estudiara nuestro caso. Tras varios años de pruebas, mediciones y estudios nos comunicaron que no habían detectado el gen afectado y por lo tanto no se podía saber si éramos o no portadoras. El médico jefe de la unidad redactó un informe explicando brevemente la situación. En él quedaba bien claro que la probabilidad de tener un hijo afectado, en mi caso, era del 12,5%. También recomendaba en el informe realizar una selección de sexo femenino, única posibilidad de descartar la manifestación de la enfermedad.
No era una alegría, pero sí una posible solución, aunque obviamente eso no descartaba la transmisión del gen.
Durante 15 años me hice a la idea de que sólo tendría hijas, si es que algún día me proponía ser madre. A lo largo de esos años pasé por diferentes fases en las que no deseaba tener hijos o pensaba en adoptarlos o tal vez recurrir a la donación de óvulos… Y entonces, ¿cómo tuvimos a Abraham?
Tras muchos años de relación; después de convivir, casarnos, disfrutar de la vida conjunta y varios cambios profesionales, nos decidimos a dar el paso. Ya pasaba de los 30 y, con los antecedentes que tenía, no quería sobrepasar los 35 y añadir a la ecuación la incógnita del Síndrome de Down.
Nos hicimos pruebas de fertilidad, ya que todo el proceso sólo podía llevarse a cabo de forma privada, en una clínica de fertilidad. Y así fue como descubrimos que mi marido tenía gran cantidad de espermatozoides de movilidad baja. El médico nos dijo que era prácticamente imposible que me quedase embarazada de forma natural. Cuando tuvimos todo hecho, empezamos a rellenar papeles y a programar la fecha del inicio del proceso.
Decidimos antes, hacer un último viaje en pareja. Fuimos a Catalunya. Allí incluso elaboramos una lista de los nombres para nuestras niñas. A nuestro regreso recibimos la noticia más dura hasta el momento: no era posible realizar la selección de sexo. Al no estar probada mi portabilidad del gen mutado, ningún laboratorio podía arriesgarse a hacer una selección de sexo al no encontrarse amparada en ninguno de los casos contemplados en la ley que lo regula.
Menuda decepción. ¿Y ahora qué? El mes siguiente no dejamos de dar vueltas y vueltas a qué podíamos hacer: adopción, donación de óvulos, asumir el riesgo…
Jordi lo tuvo claro desde el principio: que sea nuestro. Si tiene algo, sabremos de dónde viene o dónde buscar, me dijo. Y aunque fuese niño, seguiríamos adelante asumiendo las consecuencias. Yo, en cambio, dudaba constantemente: y si el niño no estaba bien… ¿qué íbamos a hacer el resto de su vida?
Pero su valentía me sobrecogió y dije que sí. Un mes más tarde estaba embarazada. Nos hicimos una prueba, tomando una muestra de sangre, para saber el sexo del bebé. Fuera lo que fuese, seguiríamos adelante, pero necesitaba saberlo para hacerme a la idea. En la decimosegunda semana de embarazo supimos que era un niño. Qué decepción. Lloré y lloré. Sufrí mucho, buscamos y pedimos mucha información,… Al final lo asumí y dejé de sufrir. Ya no había vuelta atrás. Íbamos a seguir adelante y si el niño estaba afectado haríamos todo lo posible para potenciar sus capacidades y mejorar su aprendizaje.
Cuando nació, después de todo lo que vivimos, ya no tuve tiempo de preocuparme. A medida que pasaban los meses y observábamos su desarrollo, comprendimos que es un niño “normal”.
¿Quién es Ernest?
Viendo el éxito del primer intento, nos animamos de nuevo y decidimos tener un segundo hijo. Esta vez íbamos a por la niña. Leí libros de selección de sexo natural, hice controles de fertilidad, anotaciones de los ciclos menstruales, dietas para seleccionar el sexo,… Pero no lo pudimos poner en práctica. El día de San Valentín, supuestamente no fértil, me quedé embarazada.
Esta vez no quise darle tantas vueltas al asunto. Interiormente tenía claro que sería una niña. Ninguna prueba para saberlo. En la decimosexta semana de embarazo me hicieron una eco, a la que acudí sola, prácticamente segura de que conocería el sexo. Y así fue. Otro niño. El Príncep petitó. No sé si lloré más la segunda vez que la primera. Un par de semanas de decepción y ya está. No podíamos hacer nada más que asumirlo.
Y así fue como Ernest llegó a nuestras vidas. De momento su desarrollo es “normal”. Ahora sí que no tengo tiempo de pensar en ello. Sufrí muchos años con este tema y parece que fue en vano.
Ha querido la vida que tuviéramos dos hijos. Será que teníamos que aprender a amar sin temores, sin prejuicios, solo incondicionalmente.
Y estos son los príncipes protagonistas de la historia de mi vida.