Llega carnaval. Y con él, la polémica.
¡No quiero disfrazarme!
¡Quiero disfrazarme de princesa! – dice el niño.
¡Y yo de superhéroe! – dice la niña.
Es que hay niños que quieren disfrazarse. Es más, les encanta. En cambio, a otros no les gusta nada. Algunos padres disfrutan de disfrazarse. A otros, les horroriza. Pues lo mismo les ocurre a los niños.
Afortunadamente en los colegios empiezan a mostrarse respetuosos con este tema y lo consideran como una actividad voluntaria. Sin embargo, algunos padres presionan a sus hijos para que se disfracen o se disfracen de lo que ellos quieran. Incluso les obligan.
Los niños, sumisos, se acaban poniendo el disfraz para complacer a sus padres, por obligación de la autoridad, por miedo a las consecuencias. Por considerar válido el juicio externo o por falta de criterio propio. Por imitación, por obediencia ciega. Simplemente porque esos padres no admiten un NO por respuesta.
¿Y pretendemos que el día de mañana, cuando nuestros hijos sean adolescentes o adultos, y nosotros, los padres, ya no seamos sus referentes sepan decir que no? Que no a las drogas, a conducir bebidos, al abuso de poder de los jefes, a los abusos emocionales o sexuales, de los amigos, familiares o parejas.
¿Cómo pretendemos tal cosa, si hemos dejado desprotegidos a los niños? Les hemos negado su aprendizaje. El de oponerse.
¿Creéis ahora que no querer disfrazarse es una tontería? Y esto es extrapolable a cualquier otra situación.
Cuando nuestro hijo nos diga “No quiero disfrazarme” pensemos detenidamente qué hay detrás de esa afirmación. ¿Miedo, vergüenza, inseguridad?
¿No es mejor validar lo que siente, empatizar con él, respetarle y preguntarle su opinión?
Si no presionamos y creemos en su juicio, el niño decidirá si quiere o no disfrazarse, cuándo y de qué.
Mis hijos este año, por primera vez en su vida, estaban ambos ilusionadísimos con la idea de disfrazarse. Todo llega cuando somos capaces de soltar.
Vanessa Ojeda