Hace unos meses nos reunimos en familia para una celebración. Fuimos con abuelos, tíos y primos paternos a comer a un restaurante.
Aunque nuestros niños ya habían comido, como tardaron en servirnos, se cansaron de estar tanto tiempo sentados a la mesa. Así que cuando acabé de comer, me los llevé a un parque cercano.
Me fui con mis sobrinos y mis hijos. Por la diferencia de edad (son niños de 3, 5, 8 y 11 años), los primos no suelen jugar mucho juntos pero ese día empezaron a columpiarse los unos a los otros, a hacer payasadas, chincharse, etcétera. Así que para que no se fuera la cosa de madre, les propuse jugar al escondite, yo incluida.
Excepto el pequeño, que iba de por libre, todos contamos, abrimos los ojos mientras contábamos, nos escondimos, corrimos, nos pillamos, nos salvamos, hicimos trampas y sobretodo reímos mucho. Me reí tanto…, lo pasé tan bien…, que por un momento olvidé todo y fui feliz, de estar allí jugando con ellos. Porque reír como una niña disparó la hormona de la felicidad.
Además fui consciente de lo poco que podemos jugar a diario con nuestros hijos por las mil cosas que nos mantienen ocupados, y lo mucho que nos hace falta para conectar con ellos.
Y resulta tan divertido, tan sano y tan revitalizante que nos recuerda por qué quisimos tener hijos. Que esto es lo que alguna vez imaginamos que nos haría felices. Que forma parte de nuestras expectativas y que dista bastante de la realidad con la que a menudo convivimos.
Eso es lo que necesitamos, ser cómplices, compañeros de juegos. Liberarnos, divertirnos y sentirnos unidos.
Sé que es muy obvio, pero dedicad un ratito al día a una actividad con vuestros hijos que os haga reír.
Cualquier cosa: cantar, bailar, jugar a pilla-pilla, sesión de cosquillas, gastar bromas, contar chistes, decir tonterías,… Sea lo que sea que sirva para haceros felices. Veréis cómo hace que todo fluya de otra manera.
Vanessa Ojeda