Mis hijos empiezan a tener una edad (5 y 3 años) en la que ya no son bebés, monos y graciosos. Ya corren, saltan, hablan, empujan, se emocionan, carecen de total autocontrol, compiten entre ellos y se pelean y enfadan.
Es decir, comportamientos bastante habituales en niños de su edad.
Desde hace un tiempo, los juicios, comentarios o críticas ya no van referidos a si duermen o no con nosotros (que sí lo hacen, cuando vienen a nuestra cama en medio de la noche) o si han tomado el pecho o no (que sí, aún lo hace Ernest, especialmente antes de ir a dormir), que si comen mucho o poco (que sí, a veces comen mucho y otras poco); ahora se centran más en que su comportamiento molesta.
La verdad es que la presión social es fuerte porque en general la gente espera que les reprendas o castigues por su conducta. Al principio eso me incomodaba mucho porque la situación se ponía tensa y yo misma acababa enfadada con ellos por la contradicción que supone lo que yo quería transmitirles con lo que los demás esperaban.
Poco a poco he ido hablándoles de intentar hacer las cosas con calma, del respeto por los demás y de que hay cosas que no gustan a las personas y ellos van actuando en consecuencia.
Y yo voy empezando a perder esa vergüenza y a decir cuatro palabras si lo considero oportuno. Porque son niños, muy activos, sí, con ganas de jugar y destacar y ser el centro de atención. Y en muchas ocasiones una se encuentra sola con los dos en lugares públicos, y mantenerlo todo bajo control no resulta fácil.
Y es complejo ir contracorriente, en una sociedad en la que aún se sigue recomendando criar con algunos elementos intimidatorios: un cachete a tiempo, castigos y premios, sillas de pensar, cuartos oscuros, el coco, etcétera. Dónde aún tenemos interiorizados mecanismos educativos represores (gritos, castigos, azotes), que además aún se utilizan en comunidades educativas.
Una sociedad que ha empezado a instaurar lugares “only adults”, como os comenté en Con o sin niños. Y, ante todo, una sociedad crítica, muy crítica, en la que nos fijamos mucho en lo que hace el hijo del vecino y nos parece fatal sin tener en cuenta lo que hacen nuestros hijos, fiel reflejo de cómo nosotros nos comportamos.
Pero, ¿sabéis cuál es la realidad? Que los niños son “molestos” porque quieren experimentar, porque desean algo, porque necesitan atención, porque desconocen las normas, porque no saben lo que está permitido y lo que no, porque exploran sus límites y los nuestros, porque necesitan saber cómo funcionan las cosas, qué texturas tienen y porque lo quieren todo.
Así que solo me queda decir que tengamos todos más paciencia y tolerancia.
Casi se nos ha olvidado qué hacíamos cuando éramos niños. Creo que también hemos estado muy reprimidos. Daños colaterales de la educación recibida en la mayoría de los casos.
Vanessa Ojeda