Sí, soy una madre gritona, a veces, muy a mi pesar.
No me gustan los gritos, asustan. Ni me gustan los castigos, no enseñan nada. No me gustan los “porque sí”, ni los “porque no”, ni los “porque lo digo yo”, no hay razonamiento. No me gustan las peleas y los enfrentamientos, evitan la negociación y el diálogo. Ni me gusta la falta de respeto, sobrepasa los límites. No me gusta estar enfadada con las personas que quiero, te resta tiempo de amor.
Y, sin embargo, hay días que todo lo que me disgusta sale a la luz porque mis hijos no escuchan lo que les pido que hagan, porque aun después de habérselo repetido montones de veces, siguen ignorándome, porque según palabras textuales de mi hijo Abraham “tengo las orejas desconectadas porque alguien me ha quitado el cable que las hace funcionar”, porque cada día tardamos media hora en salir de casa desde que digo “nos vamos” hasta que salimos por la puerta, etcétera.
Por todo eso y más voy perdiendo mi infinita paciencia y me voy transformando en una madre un tanto “monstruosa”, que ha perdido las riendas de la situación y que empieza a subir el tono de voz, a quitar o esconder juguetes, a soltar amenazas camufladas, a repetirme cual disco rayado y tras comprobar que nada funciona acabar gritando como una loca o agarrando a mi hijo de un brazo para que haga lo que le he pedido de una vez.
Y no me siento en absoluto orgullosa de ello. Muy al contrario, incluso a veces tengo taquicardias y todo. Especialmente me repugna esta situación porque la violencia, ya sea verbal o física, no es más que un signo de impotencia. Lo reconozco, estas situaciones me bloquean, cuando he intentado de muchas maneras posibles (cívicas) que los niños realicen una tarea (recoger, ponerse los zapatos, dejar de tirar cosas al suelo, dejar de levantarse de la mesa) y ninguna ha funcionado, me desespero, me enciendo, me enfado y acabo sacándome de la manga algún tipo de comentario no exento de amenaza o chantaje y, si eso tampoco funciona, la gota colma el vaso y empiezan los gritos.
Por supuesto todo ello ha dejado huella en mí y en los niños. Y muy mal sabor de boca.
Como es natural, casi todo tiene muchas maneras de hacerse. Por tanto básicamente lo que me hacen falta son herramientas, decisión y paciencia. Y a pesar de que mi filosofía es la de dialogar, no castigar, negociar, darles un espacio, darles respuestas, etc… y aún habiendo leído sobre alternativas al castigo, emociones de los niños, etapas de afianzamiento del carácter, e inteligencia emocional, a veces me pregunto si yo lo estoy haciendo tan mal o ese tipo de educación algunos días me parece una utopía…
Vanessa Ojeda
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