Me adentro en la galería, asustada, con miedo, casi ni me atrevo a abrir la puerta del armario. Pero no hay remedio, es una necesidad imperiosa. Me armo de valor, voy a hacerle frente, soy valiente.
Por fin abro la puerta del armario y la montaña de ropa casi me cae encima. Como puedo me abro paso entre pantalones, calzoncillos, camisetas y calcetines.
Formo conjuntos separando la ropa por colores e intento alargar los brazos hasta la bendita lavadora (el mayor éxito tecnológico conocido hasta la fecha); empiezo a meter piezas de ropa hasta hacer desaparecer uno de los conjuntos. Abro el compartimento secreto, añado polvos mágicos y un vasito de la pócima que lo deja todo limpio y suave. Cierro, pulso los botones y la música empieza a sonar.
Siento un cierto alivio, la montaña se ha convertido en un montículo pero sé que será por poco tiempo. Esta batalla la he ganado, pero dentro de unas horas acechará de nuevo el terror de la colada. Ya que la escena se repite una o dos veces al día como mínimo.
No consigo discernir cómo alcanza a formarse la montaña. No logro comprender cómo llegan las manchas a la ropa. Será tal vez porque los niños comen macarrones a su manera, o quizás es que pintan con rotuladores, o será que en el parque se les ha ocurrido sentarse, arrastrarse, tirarse por el tobogán, meterse en algún charco o jugar con la tierra,…
La cuestión es que es como la historia interminable. Yo nunca llego a ver el fondo del cubo. Y el salón de mi casa en vez de parecer un comedor o una sala parece una lavandería, eso sí, con estilo. Tiene un aire a las dunas del desierto, llenas de montículos. Unos de ropa para plegar, otros de ropa plegada, otros de ropa para planchar,…
Se ha convertido todo esto en un círculo vicioso. La colada nunca se acaba. Para superar el pánico se me ha ocurrido hacer algún tipo de terapia, estoy dudando entre seguir haciendo cada día terapia de choque y enfrentarme a la colada o enseñar a mis hijos a poner la lavadora. No sé cuál de las dos me estresará menos. ¿Qué opináis?
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