Hace unas semanas nuestro hijo de 5 años sufrió su primera insolación. En casa somos de piel blanca y ojos claros, por tanto muy sensibles a los rayos del sol. Me costó bastante detectar que se trataba de una insolación y eso que yo soy muy propensa a padecerlas.
Siempre he tenido que protegerme de forma extrema del sol, no solo con cremas protectoras, sino también con gorras, camisetas y gafas de sol. Me he quemado la piel con mucha facilidad desde pequeña por lo que jamás me expongo al sol sin protección. Siempre factor alto y aplicaciones cada poco tiempo.
Además me cubro la cabeza con un gorro o gorra y aún así no me basta. Es habitual que desde que llega la primavera y el día tiene tantas horas de luz, si salimos al campo o paseamos un cierto rato recibiendo la luz del sol, me dé dolor de cabeza, incluso llevándola tapada. Un dolor que se prolonga durante varias horas.
Tengo un recuerdo del colegio, de un día dedicado al deporte, en el que permanecí horas al aire libre y al sol. Sufrí mareos, cansancio, debilidad, etc.
Como podréis imaginar, la exposición al sol es tan incómoda tanto por los dolores de cabeza como por las molestias en los ojos, que le temo al verano. No es una época que disfrute mucho, la verdad. Los que me conocen seguro que ahora entenderán mejor que no me guste el verano.
Así que dada mi conciencia respecto al tema, protejo a mis hijos del sol con todo lo que puedo: crema, gorras, camisetas, sombrilla, etcétera. Pero no siempre están conmigo. Y cuando yo no puedo controlarlo ocurren cosas que no deberían.
Así fue como un día llegué al colegio a recoger a los niños y encontré a Abraham con las mejillas sonrosadas, la chaqueta puesta y un poco serio. Justo enfrente del colegio hay un parque y allí nos encontramos a su mejor amiga. Se pusieron a jugar juntos pero de vez en cuando él venía, revoloteaba a mi alrededor y se sentaba a mi lado. Apenas hablaba (cosa rara en él) y empezó a comentar que estaba cansado, incluso intentaba tumbarse. Así que aprovechamos que su amiga también se iba para emprender el camino de vuelta a casa.
Viendo que no decía nada, empecé a preguntarle qué le pasaba. Me dijo que estaba muy cansado. Le pregunté si le dolía algo y me dijo que la cabeza, en la parte superior. Me extrañó un poco. Nunca se había quejado de dolor de cabeza.
Al llegar a casa se sentó en el sofá y noté que estaba caliente. Le puse el termómetro y tenía 37,7. Estuvo así toda la tarde. Pensé que incubaba algo. Comió, aunque algo menos de lo habitual, vimos una película y después del baño y la cena, se fue a dormir, un poco más pronto de lo habitual.
Al irse a la cama ya le había empezado a bajar la febrícula y ya no volvió a tener durante toda la noche. Se levantó bien, tras pasar una noche normal.
Aun habiéndole preguntado si había estado al sol y él habiéndome dicho que sí, no acabé de centrarme en la hipótesis de la insolación hasta que lo comenté con las compañeras de trabajo. Y tras haber buscado los síntomas, lo tuve claro. Había tenido una insolación.
Preocupada porque le volviese a pasar fui al cole a hablar con el personal de comedor y con su maestro para contarles y advertirles sobre lo que había ocurrido. ¿Sabéis qué me dijeron? Que no había estado al sol.
Menos mal que mi hijo me lo cuenta todo y me confirmó que le había dado bastante el sol durante el patio de la mañana y ya le pude explicar lo que le había ocurrido. Le recordé que se pusiese la gorra para salir al patio y que estuviese a la sombra todo el tiempo posible.
Espero que no le vuelva a suceder. Esto me ha demostrado que toda precaución es poca y que no hay que bajar la guardia.
Así que es importantísimo protegerse del sol, incluso en los días nublados, para evitar insolaciones.
Mis recomendaciones:
- Usar gorras, gorros y camisetas,
- aplicar crema solar,
- beber agua abundante,
- permanecer a la sombra,
- repetir las aplicaciones de crema.
Vanessa Ojeda
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